León es un señor grande, muy flaquito. Siempre tuvo la misma carita sonriente, la misma buena onda. Siempre, desde que yo recuerdo, trabaja en la calesita del barrio haciendo divertir a los chiquitos que se acercan ahí.
El lugar está más deteriorado de lo que yo recordaba. Los juegos un poco más rotitos, más precarios, pero la calesita en el centro sigue siendo preciosa aunque simple. Con la misma música de antes, Xuxa, nubeluz, cosas por el estilo.
La esposa de él sigue ocupada de vender las fichas y las golosinas, sigue estando el juego del loro que repite lo que le decís y te regala un juguetito. Sigue el laberinto donde me habré pegado cada palo, sigue el gato que se mueve (¡Pero ya no maúlla!), sigue el helicóptero, la nave espacial.
Esta vuelta me encontró acompañando a mis dos sobrinas. De nuevo viéndolo a él repartiendo caramelos a los chicos, revoleando la sortija y repartiendo besos a los más chiquitos.
Subida ahí y ver a mis sobrinas aplaudir y reirse, y pedir la sortija, y ver a los nenes divertirse a pesar de que los juegos están viejos es algo impagable. Ver que su forma de vida, la de éste matrimonio, ha sido brindarle un espacio sano a los chiquititos desde hace añares, también es impagable.
Pocos lugares como éste siguen vivos. Pero son los que le dan color a los días.
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